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Que tus sueños sean más grandes que tus miedos |
Me desligo con rapidez
de ese ajeno sufrir y relleno, una vez
más, el zurrón con los diez ejemplares que de manera holgada me acompañan, día
sí y día también en esta trayectoria que una lejana jornada ya, decidí
emprender. Carpeta en mano, zurrón al hombro y precarias tarjetas de visita, me
conforman como un escritor en ciernes que se dispone a entablar alguna que otra
conversación con personalidades sorprendidas y, por qué no, con algún que otro
lector que pudiera hallar tras los desconocidos umbrales.
Arranco el motor de mi
vehículo a la vez que el limpiaparabrisas me despoja de las súplicas siempre
ignoradas de esas pequeñas partículas del líquido elemento más abundante en
nuestro entorno. La jornada no podía ser más desapacible.
Después de una media
hora de rodar desde la localidad riojalteña de Haro, de rondar las callejuelas
de la ciudad más próxima y lograr aparcar el coche, salgo de éste para toparme
con una bofetada gélida de aquel aliento que me salpica con las impertinentes
gotitas que continúan clamando
clemencia. Por mi parte, sigo huyendo de ellas, inmerso en la tarea apremiante
de aferrar mis atuendos y lograr llevarme hasta el portal más cercano.
No dan, mis piernas,
numerosos pasos para llegar hasta él. Luego de ello, y tras hallar un viejo portero
automático repleto de botones, me dispongo a tocar el primero de todos ellos con
la inquietud connatural del que sabe que no va a ser bien recibido.
Pero no tengo en cuenta
una supuesta mala contestación. Desde
hace ya mucho tiempo que eso no ocurre. Gracias a un movimiento mecánico, descubro
por fortuna, que la puerta está abierta. No hace falta ya esperar la respuesta
a una llamada que nunca obtuvo réplica alguna. Allí, en el interior de un
portal desconocido de uno de los numerosos edificios que conforman la ciudad, no hay ya viento. Éste
se hace oír, cada vez con quejidos más agudos al filtrarse por quicios de
puertas, ventanas y oquedades propias del viejo edificio. Ahora ya no sufro el
azote constante de las gotas de lluvia. Las recogidas anteriormente ya se
empeñan en horadar la nula impermeabilidad de mi grueso jersey de lana.
De seguido logro
introducirme en el ascensor y acciono el botón que señala el piso más alto. En
pocos segundos las puertas que una vez se cerraron tras de mí, se vuelven a abrir
dándome la bienvenida al piso número doce. Un vistazo rápido. Cuatro puertas
amenazantes me muestran mis ojos. Una mano busca el botón en la pared y la luz,
casi siempre amiga, vuelve a aparecer. Las sombras, el inexistente ruido, el
olor desconocido pero habitual, entremezclado por el rezume de las diferentes
estancias, se hacen notar con fuerza.
No lo dudo. Me aproximo
a aquella puerta amenazante, oscura pero brillante debido a un fino barniz. Un
destello de luz, en aquella pequeña lente inquisidora, hace que la duda vuelva
a acuciar con desmedida fuerza. Mi dedo, a pesar de ello y acostumbrado a los
más insignes desprecios, obvia tal atisbo y se aproxima al botón durmiente. Mis
oídos escuchan ruidos lejanos. Todo me dice que la vieja estructura del
edificio sufre los vitales movimientos de gentes y mascotas inmersas en su
rutina.
— ¡Ringg! —todo el
edificio se queja.
Silencio.
Segundos densos,
melifluos, pasan girando su cabeza. Me miran amenazantes preguntando con su
mirar: “qué demonios estás haciendo,
chaval”. Sus ceños arrugados, aquellos escudriñamientos inquietantes…
— ¡Ring! —un dedo vuelve
a pulsar.
Esta vez, los segundos
corren más rápidos y se esfuman al abrirse la puerta.
Muchas veces me he
preguntado por qué hay tantas y tantas personas que al abrir la puerta de su
hogar se quedan mirando, sin siquiera ofrecer un buenos días a aquel que ha
osado llamar. Estoy seguro de que si no hay reacción por parte del que llama,
ésta se vuelve a cerrar, sin miramiento ninguno. Pero jamás se ha dado el caso.
Entiendo que hay ser proactivo.
—Hola, buenos días —digo
tembloroso—. Soy Sergio, un escritor que está promocionando su última novela y
ando buscando a gente que le guste leer. ¿No sé si será el caso?
La mujer entrada en
años, ataviada con una desgastada bata, me sonríe confusa, no suelta palabra
pero niega con la cabeza.
—¿Me acepta, al menos, una
tarjeta? —manifiesto mostrando una cartulina impresa—, quizá haya gente que lea
en casa.
Ella accede, la coge y
cierra la puerta. Su extrañada sonrisa continua siendo recelosa.
<<Al menos, puede que se dé el caso que mire el blog y sepa de
mi historia>> me digo confiado.
Desestimando lo
anterior, llamo al timbre colindante.
Se abre la puerta.
—Hola buenos días…
Portazo en las narices.
<<Otro más>> pienso.
Ahora me dirijo a las puertas
restantes en aquella planta. Esta vez mi llamada no obtiene contestación. Bajo
las escaleras. Vuelvo a llamar. Nada. Nadie. Silencio. No hago caso a la suspicacia de esos segundos instigadores. Los minutos pasan también. Alguna
que otra tarjeta entregada. Una explicación más detallada. Otra. Muchas puertas
llamadas, pocas atenciones, demasiadas negativas. Salgo del portal para
percatarme de que el viento gélido, con sus frías gotitas impertinentes, me
vuelve a saludar. Consigo entrar en otro, y en otro portal. Una hora, cargada
de minutos, repleta de negativas, pasa pesando…
¿Y por qué no? |
—¡Ringg!
Una nueva puerta se abre
y me presento con mi última novela.
—Y, ¿eres tú el autor? —En
esta ocasión las palabras suenan diferentes, están dotadas con otra tonalidad. Abiertas.
Dispuestas a querer saber más. Unas manos desconocidas solicitan el ejemplar
con el que me he presentado. Hablo, cuento, digo, sonrío porque la magia de
entablar una conversación con un auténtico desconocido, ha vuelto a surgir. Siempre
lo hace, todos los días. Como una pequeña luz brillante que sobresale de la
negrura caracterizada por los
innumerables “noes”.
Al fin, me veo firmando
el ejemplar. Un nuevo lector se ha unido a esta historia que comenzó en el mes
de octubre del año dos mil once y, que, todavía a día de hoy, considero que no
ha hecho más que comenzar.
La precaria imagen que encabeza esta entrada la encontré por casualidad en una de tantas puertas tocadas. Sucedió en la ciudad de Vitoria el viernes pasado. Llamé a la puerta y nadie abrió. No importa. La frase lo dice bien claro:
"Que tus sueños sean más grandes que tus miedos"
vaya... ahora me arrepiento de no haber retirado la sartén del fuego antes de abrirte la puerta.
ResponderEliminarPrometí entrar en tu blog y aquí ando, despistando un rato a lo doméstico que me persigue, y encerrándolo en un paréntesis para dedicarle a tu historia el ratillo que que antes no tuve...
Me gusta lo que leo. Te seguiré la pista...
mucho ánimo y mucha, muchísima suerte.
Un saludo!
Me alegro de que al menos adquirieras la tarjeta y de que hayas dedicado un tiempo a pasarte por el blog.
ResponderEliminarGracias Luz por tus palabras de ánimo.
Un abrazo.