Un obsequio repentino |
Sucedió un miércoles cualquiera de una semana del mes de enero en el bonito municipio riojano de Navarrete.
Esta curiosidad hacía tiempo que quería contarla porque no todos los días suceden cosas como la que sigue:
Aquella fría mañana de principios de año nos encontrábamos Pedro, un señor al que le pillé leyendo, y yo, mientras le explicaba en el rellano, la forma en que había decidido dar a conocer mis obras. Este señor mayor escuchaba con atención mi relato cuando, en una de éstas, apareció de pronto un familiar que ascendía gradualmente por las escaleras.
-Buenos días, Pedro -dijo en alta voz, interrumpiendo la conversación-. Vengo a llevarme el depósito, a ver si tengo los huevos para subirlo al remolque.
El caso es que, antes de interceder al llamamiento y en el curso de mi explicación, David, que así se llamaba el sujeto, nos hizo saber que él no tenía tiempo para leer. Que no le daba la vida para ello, entre el trabajo, los niños y demás cuestiones.
Entretanto, Pedro, como buen lector, ya se había interesado por mi proceder, intrigado por ese volumen y decidió adquirir sin mayores preámbulos un ejemplar dedicado de mi sexta publicación ¿Y por qué no?
-Si quieres te echo una mano y entre los dos lo subimos -expuse a continuación dirigiéndome a David. Entendí que el depósito se hallaba en la vivienda, por lo que no debía ser muy grande y pesado.
Pero, para mi sorpresa, no fue así. Luego de aceptar mi ayuda, los tres descendimos las escaleras para acercarnos a un amplio garaje que lindaba con el portal. David, una vez que hubo abierto el portón metálico, acercó su furgoneta con el remolque.
Y entre gran cantidad de bártulos, allí se encontraba el susodicho depósito de gasoil con una capacidad de unos mil quinientos litros, que alimentó durante años la caldera del piso superior. Al parecer estaba vacío y no había siquiera que desmontarlo, tan solo subirlo al remolque.
-Colócatelos, que el gasoil mancha mucho -sugirió David al ofrecerme unos guantes de silicona que sacó de una caja dispensadora.
Y fue entonces como, entre David y yo -Pedro, debido a su edad, estaba algo limitado en movimientos aunque también hizo sus indicios por ayudar- alzamos el voluminoso recipiente al remolque.
Tras el esfuerzo, David se alejó y abrió una de las puertas de su vehículo. Al cerrarla, entre sus manos, portaba una botella de vino.
-Y como es de bien avenidos ser agradecidos, te llevas esta botella- expuso con una sonrisa.
Para mi asombro, él me obsequiaba con un botella de vino "Aimarez". Una bodega de la localidad alavesa de Labastida.
Yo agradecí el gesto y, una vez de despedirme de la singular pareja, comencé a deambular por las calles del municipio riojano para continuar hablando con más lectores. Porque... ¿quién sabía lo que me iban a deparar las siguientes puertas?
Tal y como indica el título de esta entrada, son cosas que solo podían ocurrir en La Rioja.
"Dos caminos divergían en un bosque
y yo tomé el menos transitado;
y yo tomé el menos transitado;
y eso lo cambió todo"
Robert Frost
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